Empieza a caer la tarde. Es martes y el clima es balsámico, ni frío ni calor. Al doblar las esquinas y rincones, el bullicio crece a medida que la gente de los alrededores se acerca al centro de la ciudad. Le llaman en Semana Santa la Carrera Oficial, por la que todas las cofradías pasan.
En las aceras, a ambos lados, emergen como escenarios repletos de sillas pagadas, donde la clase media y alta ocupa sus asientos. Desde allí, no menos de cuatro horas verán pasar las procesiones que están al frente de sus iglesias, con sus diferencias y que, como en el más importante examen con sobresaliente, todas quieren por allí pasar.
Como si fuera un concurso, una pelea que ganar, alguien a quien tumbar, todos buscan ser los mejores en boca de los demás. Se guardan las distancias.
Los nazarenos de azul y blanco ya no pueden hablar, ni subirse el capirote y fumar a escondidas. Alineados como un ejército, con el cirio siempre encendido, un hermano mayor se encarga de que todo marche y cada cosa esté en su sitio, con la distancia y el adecuado lugar.
Los tambores y trompetas abren cada paso con su marcha procesional; sus compases resuenan al viento mientras sus filigranas, al doblar los cruces de calles como crucigramas, mezclan pies y manos, haciendo de sus figuras un espectáculo único hasta que la calle se vuelve recta y todos quedan de nuevo alineados al compás de quien dirige y manda si hay redobles o si el tempo se ha de parar.
Detrás aparecen los santos. Primero la Virgen, «Nuestra Señora de la Piedad,» mecida de lado a lado entre la candelería al compás, con la cabeza inclinada y lágrimas en las mejillas que resaltan al lado del manto que su cabeza guarda. Detrás, el Cristo siendo apresado en aquel huerto santo del que tanto dio que hablar.
Debajo de ellos, ocultos, los costaleros que suben y bajan y, al unísono, en transversales maderas, cargan el peso desmesurado. Frente a ellos, su jefe y guía, el capataz, que con enérgica voz y con golpes de palo al palio dirige las subidas, si más deprisa o más despacio, pero siempre con descanso al escuchar desde un balcón el canto de una saeta.
El silencio se adueña de la noche y, hasta que no termina el canto, no vuelve a iniciar el paso a caminar.
Así, cuando ya de madrugada los santos vuelven a su iglesia, todo está un poco más desordenado por el cansancio y el fervor más elevado.
Los creyentes, algunos detrás con cadenas y descalzos durante todo el recorrido, cumplen sus promesas, con lágrimas en los ojos, a la vez de alegría y llanto.
Lo prometido hecho está.
Rezando quedan ya para que el próximo año la lluvia no se deje ver y se pueda volver a la calle con sus tambores y trompetas, y sus costaleros puedan mecer el prendimiento. Un paso de Martes Santo cordobés que cada año de su iglesia quiere escapar.
Relato propio.
Fuente de la imagen… IA
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