Shag, mi querido compañero, ausente de mí durante ocho largos días. En su lugar habitual, entre mis piernas y mi cuerpo donde siempre dormía, sentía el vacío de su ausencia. Se había ido a la montaña, libre de ataduras y collares al cuello, con mi hijo y su compañera. El chapoteo entre sus patas de un riachuelo y el suave césped del campo eran ahora su nuevo entorno, un paraíso natural donde la libertad era la reina.
Durante su ausencia, sentí una mezcla de emociones. Extrañaba su presencia constante, su cálido cuerpo acurrucado contra el mío. Me encontré incluso llamándolo traicionero en mi frustración y tristeza. ¿Cómo podía mi fiel amigo disfrutar de su libertad mientras yo sufría su ausencia?
El tiempo pasó lentamente, y cada día sin Shag era una eternidad. Sin embargo, sabía que él también necesitaba ese respiro, esa conexión con la naturaleza. Imaginaba sus días corriendo libremente por los campos, sintiendo el viento en su corto pelaje y explorando nuevos territorios y amistades. Eso me daba un poco de consuelo.
Finalmente, el día llegó. Mi hijo Alex y Marta, su compañera, regresaron de su viaje, y con ellos, Shag. Al principio, parecía distante, como si aún estuviera en espíritu en aquellos vastos campos y paisajes. Pero poco a poco, empezó a acercarse, a reencontrarse con su antiguo yo, y yo con quien quería encontrarme.
Y entonces, sucedió. De nuevo conmigo al sofá saltó y sentí su cálido cuerpo nuevamente pegado al mío. Shag había vuelto. Todo mi enojo y frustración se disiparon y se alejaron en un instante. Mi fiel amigo había regresado, su colita volvía a menearse mientras me miraba como un rayo y juntos, una vez más, compartimos esa conexión inquebrantable.
Entendí entonces que su breve alejamiento había fortalecido nuestro paisanaje. Shag había experimentado la libertad y la aventura, pero al final, volvía a casa. A mi lado a acurrucarse.
Shag volvió a ser preso de mí hasta sus próximas vacaciones.
Relato propio.
Fuente de la imagen… Propia